la hoja errante
La
hoja errante
Compartiendo
lecturas
Cortesía
de Rafael Bordao
NOTA:
¿Quién
de nosotros en la adolescencia no leyó El
llamado de la selva o Colmillo
blanco de
Jack London? Si por casualidad hemos llegado a la adultez sin leerlo,
éste es el momento de hacerlo y de disfrutarlo con un lente más
amplio y reflexivo. En mi casa no teníamos muchos
libros, aunque sí
revistas de moda, Selecciones
(una traducción al español de la revista mensual
norteamericana, Reader's
Digest)
y la revista Bohemia.
Entre los pocos libros que teníamos, estaba maltrecho en un pequeño
librero, Ivanhoe
de Walter Scott, Veinte
mil leguas de viaje submarino
de Julio Verne, libros religiosos de oraciones, La
edad de Oro de
José Martí, y algunos libros del
escritor inspiracional norteamericano, Orison
Swett Marden (1848–1924) que
leí con interés y suma predilección; pero
por suerte vivíamos a una cuadra de la biblioteca Rubén Martínez
Villegas (una de las más grande y mejor surtida de La Habana Vieja),
situada en la calle Obispo y San Ignacio, a donde íbamos (en
primer lugar a merendar) después de salir de la escuela primaria,
y allí nos quedábamos leyendo
(en el departamento juvenil), las obras de los grandes escritores
para niños y jóvenes de la literatura universal: Pulgarcito, Barba
azul, La
cenicienta, El
gato con botas, de
Charles Perrautt; las Fábulas
de La Fontaine; Pinocho de
Carlo Collodi. Los libros de aventuras de Julio Vernes: Un
viaje al centro de la tierra; Las
aventuras de Tom Sawyer,
de Mark Twain; Alicia
en el país de las maravillas, La
isla del tesoro, de
Lewis Carroll; Robinson Crusoe,
de Daniel Defoe. En la biblioteca nos daban galleticas con
guayaba y queso, chocolate caliente, Coca-Cola, y otras confituras
que eran las delicias de los niños. Leíamos con interés a
los fabulosos hermanos Grimm: Blancanieves, Cenicient, La
caperucita roja, Rapunzel, La
bella y la bestia,
etc. Los inolvidables libros de Hans Christian Anderson: El
patito feo, El
soldadito de plomo, El
ruiseñor, La
sirenita, Juan
el bobo, entre
otros. No podemos olvidar El
libro de la selva de
Rudyar Kipling; Los
tres mosqueteros de
Alejandro Dumas; Moby
Dick de Herman
Melville; Horas
en una biblioteca de
Virginia Woolf, y la conocida novela Orgullo
y prejuicio de
Jane Austen. Y no podemos omitir al prolífico escritor de
aventuras italiano, Emilio Salgari, del cual leímos, Sandokán,
el tigre de la Malasia, El
corsario negro, El
buque maldito,
etcétera. Y para no hacer muy extensiva la lista de esta literatura
en la que nos formamos, agregaremos tres libros ampliamente conocidos
en el mundo y llevados a la pantalla grande: Frankenstein Diario de
Ana Frank, y El
principito de
Antoine de Saint-Exupery. No está
demás que les confesemos la emoción que sentimos al
recordar aquella etapa, donde todavía no existían los
CDR, ni la Libreta de abastecimiento, ni el SMO (Servicio Militar
Obligatorio) y se podía viajar y hablar libremente de los
cambios que iban transformando al país. Después vino el
saqueo, la insania y el ocaso...
Un
saludo cordial.
Rafael
Bordao.
Jack London
El
silencio blanco
-Carmen
no durará más de un par de días.
Mason
escupió un trozo de hielo y observó compasivamente al pobre animal.
Luego se llevó una de sus patas a la boca y comenzó a arrancar a
bocados el hielo que cruelmente se apiñaba entre los dedos del
animal.
-Nunca
vi un perro de nombre presuntuoso que valiera algo -dijo, concluyendo
su tarea y apartando a un lado al animal-. Se extinguen y mueren bajo
el peso de la responsabilidad. ¿Viste alguna vez a uno que acabase
mal llamándose Cassiar, Siwash o Husky? ¡No, señor! Échale una
ojeada a Shookum, es…
¡Zas!
El flaco animal se lanzó contra él y los blancos dientes casi
alcanzaron la garganta de Mason.
-Conque
sí, ¿eh?
Un
hábil golpe detrás de la oreja con la empuñadura del látigo
tendió al animal sobre la nieve, temblando débilmente, mientras una
baba amarilla le goteaba por los colmillos.
-Como
iba diciendo, mira a Shookum, tiene brío. Apuesto a que se come a
Carmen antes de que acabe la semana.
-Yo
añadiré otra apuesta contra ésa -contestó Malemute Kid, dándole
la vuelta al pan helado puesto junto al fuego para descongelarse .
Nosotros nos comeremos a Shookum antes de que termine el viaje. ¿Qué
te parece, Ruth?
La
india aseguró la cafetera con un trozo de hielo, paseó la mirada de
Malemute Kid a su esposo, luego a los perros, pero no se dignó
responder. Era una verdad tan palpable, que no requería respuesta.
La perspectiva de doscientas millas de camino sin abrir, con apenas
comida para seis días para ellos y sin nada para los perros, no
admitía otra alternativa. Los dos hombres y la mujer se agruparon en
torno al fuego y empezaron su parca comida. Los perros yacían
tumbados en sus arneses, pues era el descanso de mediodía, y
observaban con envidia cada bocado.
-A
partir de hoy no habrá más almuerzos -dijo Malemute Kid-. Y tenemos
que mantener bien vigilados a los perros… Se están poniendo
peligrosos. Si se les presenta oportunidad, se comerán a uno de los
suyos en cuanto puedan.
-Y
pensar que yo fui una vez presidente de una congregación metodista y
enseñaba en la catequesis… -habiéndose desembarazado
distraídamente de esto, Mason se dedicó a contemplar sus humeantes
mocasines, pero Ruth lo sacó de su ensimismamiento al llevarle el
vaso-. ¡Gracias a Dios tenemos té en abundancia! Lo he visto crecer
en Tenesí. ¡Lo que daría yo por un pan de maíz caliente en estos
momentos! No hagas caso, Ruth; no pasarás hambre por mucho tiempo
más, ni tampoco llevarás mocasines.
Al
oír esto, la mujer abandonó su tristeza y sus ojos se llenaron del
gran amor que sentía por su señor blanco, el primer hombre blanco
que había visto…, el primer hombre que había conocido que trataba
a una mujer como algo más que un animal o una bestia de carga.
-Sí,
Ruth -continuó su esposo, recurriendo a la jerga macarrónica en la
que sólo se podían entender-. Espera a que recojamos y partamos
hacia El Exterior. Tomaremos la canoa del Hombre Blanco e iremos al
Agua Salada. Sí, malas aguas, tempestuosas…, grandes montañas que
danzan subiendo y bajando todo el tiempo. Y tan grande, tan lejos,
tan lejos… viajas diez jornadas, veinte jornadas, cuarenta jornadas
-enumeró gráficamente los días con sus dedos-; siempre agua, malas
aguas. Entonces llegas a un gran poblado, mucha gente, tanta como los
mosquitos del próximo verano. Tiendas tan altas… como diez, veinte
pinos. ¡Hi yu skookum!1
Se
detuvo impotente, echándole una mirada suplicante a Malemute Kid, y
laboriosamente colocó por señas los veinte pinos, punta sobre
punta. Malemute Kid sonrió con alegre cinismo; pero los ojos de Ruth
se abrieron con asombro y placer; creía a medias que la estaba
engañando, y tal condescendencia halagaba su pobre corazón de
mujer.
-Y
luego entras en una… caja, y ¡zas!, subes hacia arriba -lanzó su
taza vacía al aire para ilustrarlo, y mientras la cogía hábilmente
gritó-: Y ¡paf!, bajas de nuevo. ¡Ah, grandes hechiceros! Tú vas
a Fuerte Yukón, yo voy a Ciudad Ártica… veinticinco jornadas…
Entre los dos cable muy largo, todo seguido… cojo el cable… Yo
digo: «¡Hola, Ruth! ¿Cómo estás?»… y tú dices: «¿Eres mi
buen esposo?»… y yo digo: «Sí»… y tú dices: «No puedo hacer
buen pan, no queda levadura.» Entonces digo: «Mira en el
escondrijo, bajo la harina; adiós.» Tú miras y encuentras mucha
levadura. Todo el tiempo tú en Fuerte Yukón y yo en Ciudad Ártica.
¡Gran hechicero!
Ruth
sonrió tan ingenuamente con el cuento de hadas, que los hombres
estallaron en carcajadas. Una pelea entre los perros vino a cortar
por lo sano las maravillas de El Exterior, y para cuando separaron a
los combatientes, Ruth había amarrado los trineos y estaba lista
para el camino.
-¡Arre!
¡Baldy! ¡Arre!
Mason
restalló diestramente el látigo y, mientras los perros aullaban
débilmente en sus correas, abrió la marcha tirando de la vara del
trineo. Ruth lo seguía con el segundo grupo de perros, dejando a
Malemute Kid, que la había ayudado a partir, cerrar la marcha. Un
hombre fuerte, una bestia, capaz de derrumbar a un buey de un golpe,
no podía soportar pegar a los pobres animales, y los mimaba como
raramente hace un conductor de perros…, es más, casi lloraba con
ellos en su miseria.
-¡Venga,
adelante, pobres bestias doloridas! -murmuró, después de varios
intentos infructuosos por arrancar. Pero su paciencia se vio
recompensada al fin, y, aunque gimiendo de dolor, se apresuraron a
reunirse con sus compañeros.
Ya
no hubo más conversación; la dificultad del camino no permite tales
lujos. Y entre todas las faenas, la de la ruta del Norte es la peor.
Dichoso el hombre que puede soportar una jornada de viaje a base de
silencio, y eso en una ruta ya abierta. Pues de todas las
descorazonadoras tareas, la de abrir camino es la peor. A cada paso
las grandes raquetas se hunden hasta que la nieve llega a la altura
de las rodillas. Luego, hacia arriba, derecho hacia arriba, pues la
desviación de una fracción de pulgada es anuncio cierto del
desastre; la raqueta se eleva hasta que la superficie queda limpia;
luego adelante, abajo, el otro pie se eleva perpendicular a media
yarda. El que lo intenta por primera vez puede sentirse feliz, si
evita colocar las botas en esa peligrosa cercanía y caer sobre la
traicionera superficie, se rendirá exhausto después de cien yardas;
el que puede mantenerse alejado de los perros por un día entero
puede muy bien meterse en su saco de dormir con la conciencia
tranquila y un orgullo fuera de toda comprensión. Y el que viaja
veinte jornadas sobre la larga ruta es un hombre que merece la
envidia de los dioses.
La
tarde pasó, y con el respeto nacido del silencio blanco, los
silenciosos viajeros se aplicaron a su trabajo. La naturaleza tiene
muchas artimañas para convencer al hombre de su finitud -el
incesante fluir de las mareas, la furia de la tormenta, la sacudida
del terremoto, el largo retumbar de la artillería del cielo-, pero
la más tremenda, la más sorprendente de todas es la fase pasiva del
silencio blanco. Cesa todo movimiento, el aire se despeja, los cielos
se vuelven de latón; el más pequeño susurro parece un sacrilegio,
y el hombre se torna tímido, asustado del sonido de su propia voz.
Única señal de vida que viaja a través de las espectrales
inmensidades de un mundo muerto, tiembla ante su propia audacia, se
da cuenta de que su vida no vale más que la de un gusano. Surgen
extraños pensamientos no llamados, y el misterio de todas las cosas
pugna por darse a conocer. Y el temor a la muerte, a Dios, al
universo, se apodera de él, la esperanza en la resurrección y la
vida, su deseo de inmortalidad, la lucha vana de la esencia
aprisionada. Entonces, si alguna vez ocurre, el hombre camina solo
con Dios.
Así
pasó lentamente el día. El río trazaba un gran meandro y Mason
dirigió su partida hacia él a través del estrecho cuello de
tierra. Pero los perros retrocedieron ante la empinada ribera. Una y
otra vez, a pesar de que Ruth y Malemute Kid empujaban el trineo,
resbalaban de nuevo hasta el fondo. Entonces vino el esfuerzo
supremo. Las miserables criaturas, debilitadas por el hambre,
reunieron sus últimas fuerzas. Arriba, arriba… El trineo se detuvo
en la cima de la ladera, pero el perro que iba a la cabeza giró toda
la reata hacia la derecha, enredando las raquetas de Mason. El
resultado fue desastroso. Mason cayó de repente al suelo; uno de los
perros se derrumbó sobre sus arneses; y el trineo se volcó hacia
atrás, arrastrando de nuevo todo hasta el fondo.
¡Zas!
El látigo cayó sobre los perros salvajemente, sobre todo en el que
había tropezado.
-¡No,
Mason! -suplicó Malemute Kid-. El pobre diablo no puede más. Espera
y engancharemos mis perros.
Mason
retuvo el látigo intencionadamente hasta que se apagó la última
palabra, entonces restalló el largo látigo, rodeando completamente
el cuerpo de la criatura culpable. Carmen -porque de Carmen se
trataba- se agazapó en la nieve, lloró lastimosa y se volvió sobre
el costado.
Era
un momento trágico, un patético incidente del camino: un perro
agonizante y dos compañeros enfurecidos. Ruth miró ansiosamente de
un hombre al otro. Pero Malemute Kid se contuvo, aunque había un
mundo de reproche en sus ojos, e inclinándose sobre el perro cortó
las correas. No pronunciaron ni una palabra. Ataron a los perros en
doble hilera y superaron la dificultad; los trineos estaban de nuevo
en camino, con el perro moribundo arrastrándose detrás. Mientras el
animal pueda viajar no se le sacrifica, se le ofrece esta última
oportunidad, arrastrarse hasta el campamento si puede, con la
esperanza de que allí se mate un alce.
Arrepentido
ya de su ataque de ira, pero demasiado terco para enmendarse, Mason
faenaba a la cabeza de la cabalgata, sin imaginarse que el peligro
flotaba en el aire. La leña caída se apilaba densamente en el
protegido suelo, y a través de ella se abrieron paso. A cincuenta
pies o más del camino se alzaba un alto pino. Durante generaciones
había permanecido allí, y durante generaciones el destino había
tenido este único fin previsto. Quizás se había decretado lo mismo
para Mason.
Se
agachó para atarse el cordón del mocasín. Los trineos se
detuvieron y los perros se tumbaron en la nieve sin un gemido. La
quietud era extraña; ni un soplo hacía crujir el bosque cubierto de
escarcha. El frío y el silencio del espacio habían helado el
corazón y apagado los temblorosos labios de la naturaleza. Un
suspiro latió en el aire. No lo oyeron, más bien lo sintieron, como
la premonición de un movimiento en el vacío inmóvil. Entonces el
gran árbol, cargado con su peso de años y nieve, representó su
papel en la tragedia de la vida. Oyó el estrépito de advertencia e
intentó saltar, pero, casi en pie, recibió el golpe de lleno en el
hombro.
El
súbito peligro, la muerte repentina… ¡Cuán a menudo se había
enfrentado a ella Malemute Kid! Las ramas del pino aún temblaban
mientras daba órdenes y entraba en acción. Tampoco se desmayó ni
elevó la voz en lamentos inútiles la muchacha india, como podían
haber hecho sus hermanas blancas. Cumpliendo las órdenes del hombre,
echó su peso sobre el extremo de una palanca improvisada, aliviando
el peso y escuchando los gemidos de su esposo, mientras Malemute Kid
atacaba el árbol con el hacha. El acero repicaba alegremente al
morder el tronco helado, cada golpe acompañado por una respiración
audible y forzada, el «¡huh!» «¡huh!» del leñador.
Al
fin Kid tendió sobre la nieve a la lastimosa criatura que una vez
fuera hombre. Pero peor que el dolor de su compañero era la muda
angustia reflejada en la cara de la mujer, la mirada mezcla de
esperanza y desesperación. Se cruzaron pocas palabras. Los de las
tierras del Norte aprenden pronto la futilidad de las palabras y el
valor inestimable de los hechos. Con la temperatura a sesenta y cinco
bajo cero, un hombre no puede permanecer tumbado en la nieve por
muchos minutos y sobrevivir. Por tanto, cortaron las correas del
trineo y tendieron a la víctima, envuelta en pieles, en un lecho de
ramas. Ante él ardía un fuego, hecho de la misma madera que había
provocado la desgracia. Detrás de él, y cubriéndolo parcialmente,
estaba extendido un toldo primitivo, un trozo de lona que captaba las
radiaciones de calor y las devolvía hacia él, un truco que conocen
los hombres que estudian física en sus fuentes.
Los
hombres que han compartido su lecho con la muerte saben cuándo les
llama. Mason estaba terriblemente machacado. El examen más
superficial así lo revelaba. Tenía rotos el brazo derecho, la
pierna y la espalda; sus miembros estaban paralizados desde las
caderas; y la probabilidad de heridas internas era grande. El único
signo de vida era un gemido ocasional.
Ninguna
esperanza; no había nada que hacer. La noche implacable se deslizó
lentamente sobre ellos. Ruth sufría con el desesperado estoicismo de
su raza, y nuevas arrugas acudían al rostro de bronce de Malemute
Kid. De hecho, Mason sufría menos que ninguno, pues estaba al este
de Tenesí, en las grandes montañas Smokey, reviviendo escenas de su
niñez. Y lo más patético era la melodía de su ya olvidado nativo
dialecto sureño, mientras deliraba sobre las charcas en que nadaba,
las cazas de mapache y robos de sandías. A Ruth le sonaba a chino,
pero Kid comprendía, y sentía, sentía como sólo puede sentir
alguien aislado durante años de la civilización.
La
mañana devolvió la consciencia al hombre postrado, y Malemute Kid
se inclinó sobre él para captar sus susurros.
-¿Recuerdas
cuando nos encontramos en el Tanana, hará cuatro años en el próximo
deshielo? No me importaba mucho entonces. Creo más bien que era
bonita, y había un toque de emoción en todo ello. Pero, sabes, he
llegado a tenerle un gran afecto. Ha sido una buena esposa para mí,
siempre a mi lado en las dificultades. Y cuando llega la hora de
comerciar, no hay otra igual. ¿Recuerdas aquella vez que disparó a
los rápidos de Moosehorn para sacarnos a ti y a mí de esa roca, y
las balas azotaban el agua como granizo? ¿Y cuando el hambre en
Nukluyeto? ¿O cuando se adelantó al deshielo para traernos la
noticia? Sí, ha sido una buena esposa para mí, mejor que la otra.
¿No sabías que antes estuve casado? Nunca te lo dije, ¿verdad?
Pues lo ensayé otra vez, en Estados Unidos. Por eso estoy aquí.
Habíamos crecido juntos. Me vine para darle una oportunidad de que
le concedieran el divorcio. Lo consiguió.
»Pero
eso no tiene nada que ver con Ruth. Pensé en recoger todo y salir
para El Exterior el año que viene, ella y yo, pero es demasiado
tarde. No la mandes de nuevo con su gente, Kid. Es muy duro tener que
volver. ¡Piénsalo! Casi cuatro años a base de nuestra tocineta,
judías, harina y fruta seca, y volver a su pescado y caribú. No es
bueno que haya conocido nuestras costumbres, llegar a ver que son
mejores que las de su pueblo, y luego volver a ellas. Cuida de ella,
Kid, ¿lo harás? No, no lo harás. Tú siempre la eludiste. Y nunca
me dijiste por qué viniste a estas tierras. Sé bueno con ella, y
mándala a Estados Unidos en cuanto puedas. Pero arréglalo de manera
que pueda volver, quizás eche esto de menos.
»Y
el niño… Nos ha acercado más, Kid. Espero que sea un chico.
¡Piénsalo! Carne de mi carne, Kid. No debe quedarse en este país.
Y, si es una chica, pues tampoco. Vende mis pieles; conseguirás al
menos cinco mil, y tengo otras tantas en la compañía. Y administra
mis intereses junto con los tuyos. Creo que se resolverá la demanda
del tribunal. Cuida de que reciba una buena educación; y Kid, sobre
todo, no le dejes volver. Este país no es para hombres blancos.
»Soy
un hombre perdido, Kid. Tres o cuatro jornadas más a lo sumo.
¡Ustedes deben seguir! Recuerda, es mi mujer, es mi hijo… ¡Dios
mío! ¡Espero que sea un chico! No puedes permanecer a mi lado… Y
yo, un moribundo, te ordeno seguir.
-Dame
tres días -suplicó Malemute Kid-. Puedes mejorar; algo puede pasar.
-No.
-Sólo
tres días.
-Deben
seguir.
-Dos
días.
-Son
mi mujer y mi hijo, Kid. Tú no lo pedirías.
-Un
día.
-¡No,
no! Te ordeno…
-Sólo
un día, lo podemos ahorrar de la comida, y quizás mate un alce.
-No.
Bueno, un día, pero ni un minuto más. Y Kid, no, no me dejes solo
para enfrentarme a ella. Sólo un disparo, un apretón de gatillo. Tú
lo entiendes. ¡Piénsalo! ¡Carne de mi carne, y no viviré para
verle!
»Mándame
a Ruth. Quiero despedirme y decirle que piense en el niño y que no
espere a que me muera. De lo contrario, podría negarse a marchar
contigo. Adiós, amigo, adiós.
»Kid,
quería decir… Cava un hoyo por encima de la señal, cerca de la
falla. Saqué unos cuarenta centavos de oro con mi pala allí.
»Y
¡Kid! -se agachó aún más para oír sus últimas palabras, la
rendición del orgullo de un moribundo-. Siento lo de…, ya sabes…,
lo de Carmen.
Dejó
a la muchacha llorando suavemente sobre su hombre. Malemute Kid se
puso la parka y las raquetas de nieve, guardó el rifle bajo el brazo
y silenciosamente salió al bosque. No era ningún novato en las
severas penas de las tierras del Norte, pero nunca se había
enfrentado a un problema como éste. En lo abstracto estaba claro,
tres posibles vidas contra una ya condenada. Pero dudaba. Durante
cinco años, hombro con hombro, en los ríos y en los caminos, en los
campamentos y en las minas, haciendo frente a la muerte por
congelación, inundaciones y hambre, habían atado los lazos de su
compañerismo. Tan apretado era el nudo, que a menudo se había dado
cuenta de unos vagos celos de Ruth, desde la primera vez que entró
entre ellos. Y ahora tenía que cortarlo con sus propias manos.
Aunque
rezó por un alce, un solo alce, toda la caza parecía haber
abandonado la tierra, y el anochecer halló al hombre exhausto,
arrastrándose hacia el campamento, con las manos vacías y un gran
peso en el corazón. Un alboroto de los perros y los gritos agudos de
Ruth le hicieron apresurarse.
Al
irrumpir en el campamento, vio a la muchacha, en medio de la jauría
aullante, golpeando con el hacha. Los perros habían roto el férreo
mandato de sus dueños y devoraban la comida. Se unió a la contienda
con la culata del rifle, y el antiguo proceso de la selección
natural tuvo lugar de nuevo con la brutalidad de aquel primitivo
ambiente. Rifle y hacha subían y bajaban, acertaban o fallaban con
una regularidad monótona; cuerpos elásticos destellaron, con ojos
salvajes y fauces babosas; y hombre y bestia lucharon por la
supremacía hasta el más amargo término.. Luego, las apaleadas
bestias se arrastraron hasta el borde de la luz de la hoguera,
lamiéndose las heridas, elevando sus quejas a las estrellas.
Habían
devorado toda la provisión de salmón seco, y quizás quedasen cinco
libras de harina para sostenerlos a lo largo de doscientas millas de
páramos. Ruth regresó junto a su esposo, mientras Malemute Kid
cortaba en pedazos el cuerpo caliente de uno de los perros, cuyo
cráneo había sido aplastado por el hacha. Guardó cada trozo
cuidadosamente, excepto la piel y las entrañas, que echó a los que
momentos antes fueran sus compañeros.
La
mañana trajo nuevos problemas. Los animales se volvían unos contra
otros. Carmen, que aún se aferraba a su delgado hilo de vida, acabó
devorada por la jauría. El látigo cavó sin miramientos sobre
ellos. Se agachaban y aullaban bajo los golpes, pero se negaron a
dispersarse hasta que el último miserable trozo hubo desaparecido:
huesos, piel, pelo, todo.
Malemute
Kid realizó sus tareas, escuchando a Mason que estaba de nuevo en
Tenesí, pronunciando discursos enredados y violentas exhortaciones a
sus hermanos de otros tiempos.
Aprovechando
los pinos cercanos, trabajó rápidamente, y Ruth lo observó
mientras construía un escondrijo parecido a los que a veces utilizan
los cazadores para guardar la carne fuera del alcance de lobos y
perros. Una tras otra dobló las copas de los pinos pequeños
acercándolas casi hasta el suelo y atándolas con correas de piel de
alce. Entonces sometió a golpes a los perros y los amarró a dos de
los trineos, cargando éstos con todo menos las pieles que cubrían a
Mason. Las envolvió y sujetó con fuerza en torno a su cuerpo,
atando cada extremo de sus vestimentas a los pinos doblados. Un solo
golpe con el cuchillo de caza enviaría el cuerpo a lo alto.
Ruth
había recibido la última voluntad de su esposo y no ofreció
resistencia. ¡Pobre muchacha, había aprendido bien la lección de
obediencia! Desde niña se había inclinado y había visto a todas
las mujeres inclinarse ante los señores de la creación, y no
parecía natural que una mujer se resistiera. Kid le permitió una
sola expresión de dolor, mientras besaba a su esposo (su pueblo no
tenía esa costumbre), luego la condujo al primer trineo y la ayudó
a ponerse las raquetas de nieve. Ciega, instintivamente, tomó la
vara y el látigo y azuzó a los perros hacia el camino. Entonces
volvió junto a Mason, que había entrado en coma, y, mucho después
de que ella se perdiera de vista, agazapado junto al fuego,
esperando, deseando, rezando para que muriera su compañero.
No
es agradable estar solo con pensamientos lúgubres en el silencio
blanco. El sonido de la oscuridad es piadoso, amortajándole a uno
como para protegerle, y exhalando mil consuelos intangibles: pero el
brillante silencio blanco, claro y frío bajo cielos de acero, es
despiadado.
Pasó
una hora, dos horas, pero el hombre no moría. A media tarde el sol,
sin elevar su cerco sobre el horizonte meridional, lanzó una
insinuación de fuego a través de los cielos, y rápidamente la
retiró. Malemute Kid se levantó y se arrastró al lado de su
compañero. Lanzó una mirada a su alrededor. El silencio blanco
pareció burlarse y un gran temor se apoderó de él. Sonó un
disparo agudo: Mason voló a su sepulcro aéreo, y Malemute Kid
obligó a los perros a latigazos a emprender una salvaje carrera
mientras huía veloz sobre la nieve.
FIN
“The
White Silence”, 1899
1.
Hi yu skookum: Expresión chinook del oeste canadiense que significa
«muy bueno».